Era domingo. Un día de esos en donde el amor florece a borbotones en cada punto de mi ciudad. Me encontraba con mi novia en la orilla de la playa. No habíamos planeado nada, pero al vernos casi desnudos, ella en bikini y yo en un diminuto pantalón de baño, bastó para que el deseo comenzara a manifestarse en nuestros ojos. La miré y sin decirle nada comprendió mis intenciones. Nos dirigimos al mar y comenzamos a bañarnos muy cerca uno del otro. Mi sexo empezó a pedir auxilio. Ella lo observó y se lanzó presurosa a socorrerlo. Me abrazó y frotó su caliente vulva contra mi palpitante bálano. Mi piel temblaba. Mire hacia todos lados y pude observar que varias jóvenes, a un lado de nosotros, nos observaban con disimulo. Supe que, al igual que yo, estaban ansiosas de ver en que terminaba este encuentro.
Claro, mi falo duro y templado, levantado debajo de mi pantaloneta de baño, había delatado mis pretensiones. Seguí su juego de voyeristas.
Me adentré mas allá, en el mar, donde las olas corrían al lado de mi cintura y sin esconder mis movimientos bajé el brazo y con mi mano alcahueta, saqué mi falo, grueso, largo y sonrojado por la excitación, y lo introduje bruscamente dentro de su húmeda concha, no sin antes haber apartado su tanga, con la punta de este. Ella lanzó un quejido, tan fuerte y sublime que los peces del mar que nadaban en esos momentos alrededor de nosotros, casi se ahogan al aguantar la respiración para ver nuestro espectáculo sin ser detectados. Si, una sinfonía de ires y venires sin tregua, en donde ella clavaba sus uñas en mi espalda y yo la penetraba sin asco. Fueron cinco minutos que parecieron una eternidad. Las hermosas señoritas, o tal vez señoras, que nos observaban solo atinaban a abrir la boca y contemplar incrédulas dicho espectáculo. De vez en cuando, con sevicia y disimulo, sacaba el miembro fuera de las profundidades de aquel mar incauto y como feroz tiburón hambriento y vanidoso, se los mostraba con orgullo. Unas tapaban sus ojos con los dedos, ruborizadas, pero al instante, los quitaban y abrían aún más, para no perder detalle, con la avidez de un neófito periodista que busca sin cansancio, la chiva —noticia— del año.
En el fondo yo reía por aquella extraña situación. Al terminar esa odisea de movimientos subacuáticos, exhale con la fuerza de un ciclista llegado a la cumbre de una montaña, todos mis deseos reprimidos y eyaculé dentro de ella durante cinco minutos más, quedando solo los huesos y la piel de mis deseos ocultos de lujuria en público.
Aquel día, noté que aumentó un poco el número de mis admiradoras secretas, porque las vecinas de mi apartamento son las fans número uno, cuando en las noches de luna llena, los deseos nos invaden dejándonos llevar por nuestras pasiones desbocadas, y convertimos nuestra alcoba en un estadio de fútbol, en donde solo se oyen hurras y vítores a tutiplén pidiendo más, y más goles.
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